jueves, 26 de marzo de 2009

El Mono nacionalista


La reciente ola de nacionalismos de todos los signos: «blandos», «duros», durísimos, y hasta sangrientos, que invade, sobre todo, el llamado Primer Mundo (y el ya desaparecido por asimilación: Segundo Mundo) donde rigen, o están en trance de regir, las formas de Gobierno más progresadas: las democracias, nos llevaría en una primera visión, a propósito superficial, a considerar el fenómeno también común y bien evidente en todas ellas. A saber: la creciente uniformidad, tanto pública y política, de todos los Estados, como la uniformidad privada y particular de los ciudadanos de todas las Naciones. Costumbres, usos y consumos, formas de vida y de producción, tanto laborales como artísticas, tienden a una identificación casi perfecta. Parece que se camina de modo imparable hacia una gran Mímesis, no sólo socioeconómica y política, sino también hacia una especie de Cultura general que se decanta por los mismos gustos, las mismas necesidades, los mismos valores, los mismos horarios, los mismos deseos…

Pero junto a esta suerte de Estado general de supracultura transnacional, surge simultáneamente, y como movido por el mismo resorte, el otro fenómeno sorprendente: la urgencia de Nacionalismos cada vez más pretenciosos. Estos dos fenómenos parecen retroalimentarse entre sí. Ambos se refuerzan y complementan: a mayor uniformidad política y privada (entre las Naciones y entre «cada quisque» de cualquier parte) mayor necesidad de afirmación de la diferencia, tanto por una exacerbada identidad nacionalista como por la creencia desmedida en la personalidad individual. Como si, efectivamente, el mismo mecanismo moviera la naturaleza de las Masas y sus Estados y la naturaleza de cada Individuo. (Recordamos en este punto las repetidas observaciones que sobre la identidad entre Masa e Individuo, nos señala García Calvo.)

Respecto a la identidad nacionalista se echará mano del elemento diferenciador más socorrido: el lenguaje (¡pobre lengua que no sabe nada!), que servirá de soporte simbólico para todos los manejos de consumación de la identidad patria, hasta situaciones ridículas como el aprendizaje acelerado por políticos de sus lenguas locales para los espiches electorales. Este efecto lingüístico da bastante juego e ilusión de verosimilitud entre las poblaciones para el sostenimiento populista (no confundirlo con popular) de los llamados nacionalismos «duros», como el vasco o el catalán. La cosa funciona así: cuanto más difícil es, en la práctica, distinguir a un catalán de un murciano, o a un vasco de un castellano (por ejemplo) (los mismos afanes, el mismo coche, la misma televisión —la misma con diferentes canales—, los mismos seguros, las mismas burocracias, los mismos valores en moral y en bolsa, etc.) tanto más obligada es la distinción simbólica de los particular, por el lenguaje o por lo que sea.

Cuando la lengua no colabora, se recurrirá a argumentos más superferolíticos, como casuales accidentes geográficos, como el exagerado caso (bien aleccionador por esperpéntico) allá por mi tierra extremeña de la escarpada aldea de Magacela, picacho inaccesible en medio de las llanuras de la Serena, que se proclamaba (con seriedad y sorna a la par) así en todas las peñas del camino: «¡Magacela independiente!», como si un nido de águilas no fuera, de por sí ya, más bien asunto de los cielos que del mundo de acá abajo.

Pues bien, a lo que íbamos: que ahora que inevitablemente vamos diluyéndonos y mezclando nuestras almas, todas del color del Dinero, en medio de los postreros estertores de Babel. Ahora que, todavía (¡últimas paradojas de lo humano!) todas esas oleadas de negros y japoneses siguen manteniendo apariencias diversas de pieles y ojos, (no se sabe por cuanto tiempo, aunque no mucho, desde luego). Ahora que imparablemente tendemos todos al color del Mono (a la vez nuestro primer Padre y nuestro último Hijo) ahora el Mono se hace nacionalista. Restos de mala conciencia y memorias históricas le equivocan una vez más —pero quizá lo propio del Mono sea equivocarse— y el pobre busca no sabe qué diferencia particular (en el Todo) en vez de saborear su indefinición, ese misterio que nos es a todos común y singular.

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